"El último abrazo", Olga Marciano, 2008 |
Tal vez se trate sólo de una travesura, pero esta es la descripción
misma del tiempo diferente. Aquí los colores se miden en plena saturación desajustada. Efervescentes, sin más ácido que el de la piel en su roce con veinte
uñas de caricia.
Defiendo una plaga de lugares como este, donde la escala cromática
supone encontrarse, de pronto, templados y rojos. Y sentir. Defiendo la fiebre sin más motivo que el susurro y reivindico las
manos en el cuerpo expuesto como nueva capital de Estado, sin excepción.
Justifico los labios irritados que cortan despacio, aquí, con
espaldas sin censura de tela. Pretendo la existencia obligatoria de hectómetros de fuego en
cuello y pelo. Los abrazos más irreverentes por quererse con los dientes
demasiado afilados. La sexualidad de las manos que desvisten los excesos de
distancia.
Asumamos, YA, que el tacto es la arquitectura desnuda que nos
mantiene. Ocupemos los rincones más inhabitables del abrazo; como este abusivo
espacio entre las bocas.
Exijo la defensa de lo excesivo,
de lo que “corta, como un cuchillo”[1].
De
lo sencillamente aplastante.
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